Si bien los estímulos fueron menores que en las crisis anteriores, la predisposición del gobierno chino es irlos retirándolos, pero en forma gradual.
Afectada por el origen e impacto de la pandemia, la economía china creció en 2020 sólo 2,3%, la menor expansión desde que Deng Xiaoping impulsara las reformas liberalizadoras en 1978. Pero concentrase en esa mediocre cifra puede ser engañoso y distorsionar el análisis del desempeño económico del año pasado, así como sus perspectivas.
Dicha baja expansión estuvo fundamentalmente determinada por el desplome de 10% del primer trimestre que se recuperó completamente en el segundo con un crecimiento de casi 12%. Ya hacia mediados del año China había retomado el nivel de actividad del cierre de 2019 y su recuperación tenía forma de “V”. Pero además, durante el segundo semestre, la economía mantuvo un alto dinamismo, con lo cual al cuarto trimestre el PIB se ubicó 6,5% sobre el nivel pre pandemia, perfilándose hacia una expansión interanual cercana a 20% en este primer cuarto de 2021. O sea, a un año del mayor impacto del coronavirus, el rebote económico chino ha sido mejor que “V”, sin perdidas de producto respecto a la senda previamente esperada.
Esta fuerte recuperación estuvo explicada, antes que nada, por el rápido control de la pandemia, a través de medidas de control social, que probablemente serían difíciles de aceptar e implementar en las democracias occidentales. Junto con ello también se adoptaron políticas expansivas, aunque en una magnitud menor que para la crisis financiera global de 2008-09. El Banco Central bajó la tasa referencial a 2,95%, redujo los encajes bancarios e impulsó medidas agresivas de liquidez. En cuanto al crédito, se aceleró la tasa de crecimiento del total de préstamos desde el entorno de 10% a casi 15% a lo largo de 2021. Por último, en el frente fiscal, el gobierno promovió rebajas tributarias y expandió la inversión pública, sobre todo en infraestructura, con un impulso cercano a 5% del PIB.
Que el fuerte rebote económico se haya producido con menores estímulos que los desplegados en la crisis anterior, es una buena noticia, al darle mayor sostenibilidad al crecimiento. Efectivamente uno de los mayores problemas de la última década, tanto para China como para el resto del mundo, fue su mini crisis de 2015, devaluación del yuan incluida, en parte originada por los desequilibrios arrastrados desde la gran expansión implementada en 2009.
Si bien los estímulos fueron menores que en las crisis anteriores, la predisposición del gobierno chino es irlos retirándolos, pero en forma gradual. Aunque la economía se perfila hacia una expansión cercana a 10% en 2021, en parte se debe al rebote de 2020, como lo reflejaría el promedio del bienio (en torno a 6%), por lo cual el riesgo de sobrecalentamiento se percibe bajo. Por un lado, si bien la inflación se iría acelerando por los aumentos de los precios de commodities, lo hará desde un nivel muy bajo, tras cerrar 2020 en sólo 0,2%. Por otro lado, con la lenta reactivación de una parte importante del mundo, sobre todo Europa, otros países desarrollos y la mayoría de los emergentes, existe el riesgo de un menor impulso externo.
Por lo tanto, en 2021 empezaría una normalización muy gradual de las políticas, especialmente con cierta necesaria retracción fiscal, pero sin un gran ajuste crediticio o monetario.
Esto no debería afectar mayormente la recuperación mundial y de los países emergentes. A la larga, cuando se intensifique el retiro de estímulos, sobre todo en materia monetaria y crediticia, ello tampoco debería ser contraproducente. Al contrario. China ya aseguró un fuerte rebote de la crisis por el coronavirus. Su próximo gran desafío será sentar las bases para crecer en torno a su potencial actual (6-6,5%) desde 2022 en adelante sin acumular grandes desequilibrios, pero sobre todo conservando capacidades y márgenes de acción para enfrentar una futura crisis global o local.
Justamente para cumplir la meta de duplicar el PIB hacia 2035, China necesita descansar menos en políticas de demanda y enfocarse más en políticas de oferta, que apuntalen el crecimiento potencial. Sus autoridades parecen reflejar mayor conciencia sobre esto que hace una década, con una agenda más orientada a optimizar la asignación privada de los factores productivos, estimular la productividad e innovación, favorecer la apertura comercial y financiera, remover prácticas anti competitivas y adoptar los mejores estándares internacionales en políticas laborales, sociales y medioambientales.
Con todo, para Uruguay, Chile y el resto de América Latina, tanto el rebote mejor que “V” de China como esas buenas perspectivas de largo plazo, debieran seguir impactando positivamente sobre nuestras economías al asentar un ciclo global del estilo de los observados en 2003-07 o 2010-13, aunque quizás menos exuberante.
Los canales de impulso pasan básicamente por la incidencia en un mayor crecimiento mundial, la presión adicional a la revaluación del yuan y la debilidad global del dólar, los consiguientes mayores precios de commodities, y el fuerte retorno de capitales hacia países emergentes que todo eso conlleva. E incluso este nuevo ciclo podría implicar más inversión directa de la propio gigante asiático en América Latina. Es “una vieja normalidad china” que favorecerá nuestra “nueva normalidad”.
*Columna originalmente publicada en El País de Uruguay el lunes 25 de enero de 2021.