Evidencia n°1: El recientemente electo presidente de EE.UU., Donald Trump, crea el Departamento de Eficiencia Gubernamental y nombra a Elon Musk (PayPal, Tesla, SpaceX y la bullada compra de Twitter) como su brazo derecho en el gobierno, con la tarea de reestructurar su funcionamiento, atacando regulaciones excesivas, recorte de gastos y ajustes a las agencias federales. Todo, como es habitual, anunciado al estilo Trump, cargado de hipérboles.
Pero si vamos a los escasos números que se han mencionado, la meta es lograr el ajuste en 18 meses (al más puro estilo Musk, este anunció que lo haría en menos tiempo), por un monto que rondaría los US$2.000 billones, de un nivel actual de gasto del gobierno federal de US$6.500 billones. Un monto que equivale al elevado déficit fiscal actual de cerca de 7% del PIB de ese país. Una tarea, sin duda, titánica.
Evidencia n°2: En las últimas décadas, Chile no ha estado ajeno a estos esfuerzos, al menos en intención. De los acuerdos más formales que se llegaron a establecer, surgió a comienzos de los 2000 una meta conjunta del gobierno de la época y los partidos de oposición para avanzar en modernización, transparencia y promoción del crecimiento (Marcel, 2006).
Como ya sabemos, hoy nos encontramos discutiendo abundantemente sobre permisología (el proyecto presentado por el ejecutivo está próximo a cumplir 12 meses de tramitación), tiempos de aprobación de proyectos que se han duplicado en los últimos 15 años y regulaciones que se traslapan, se tornan obsoletas y se acumulan sobre las ya existentes. Todo esto sin mencionar que los plazos que la institucionalidad exige para aprobación o rechazo, escasamente se cumplen, sin consecuencias para el servicio público que los demora.
Evidencia n°3: El problema de EE.UU. es más cuantioso, aunque su posición mundial se los ha permitido hasta el momento. Al déficit fiscal hay que sumarle la deuda pública de 100% y un gasto público total a PIB en torno a 35%. Por su parte, Chile tiene una mejor presentación. Déficit fiscal de 2-3% del PIB, deuda pública de 40% y gasto público de 25% del PIB, aproximadamente. De hecho, en términos de tamaño del sector público, desde mediados del siglo XX que EE.UU. no tiene una cifra similar a la de Chile.
Pero nosotros no somos EE.UU. y los inversionistas no son tan condescendientes. Su moneda domina las transacciones reales y financieras (y a quien lo dude, puede revisar los últimos tuits de Trump al respecto, con las habituales amenazas a los díscolos). Chile está muchísimo más abajo en términos de desarrollo, solidez e internacionalización de su moneda y, lo que es peor, de no darse ciertos supuestos y mantener el ritmo de crecimiento del gasto público que hemos mostrado en la última década, nos acercaríamos peligrosamente a cifras bastante menos presentables.
La gran pregunta que debemos hacernos entonces es: ¿Es posible recortar US$25.000 millones de gasto público en Chile, de un total aproximado de US$90.000 millones? ¿O al menos cerrar el déficit fiscal?
Un recorte de esta magnitud sería inabordable, pero intentar cerrar el déficit fiscal, si bien es ambicioso, parece más alcanzable. Parecía imposible en la golpeada economía argentina que recibió Milei hace un año y hasta ahora va muy bien encaminado. No se trata de abusar de las hipérboles, sino que exigirse al máximo en el funcionamiento del Estado.
Cada peso cuenta y considerando que aún estamos en una situación bastante menos crítica que la de otras economías, enmendar el rumbo podría ser suficiente para lograr métricas muy meritorias. En una reciente presentación del Consejo Fiscal Autónomo (que por supuesto recibió arteras críticas de algunos miembros del Congreso), se mencionaban algunos escenarios donde las cifras fiscales podían tomar un camino poco aconsejable para una economía como la nuestra. En esa línea, uno podría pensar en metas como, por ejemplo, congelar el gasto público en términos reales para el próximo quinquenio (algo que se ha hecho en otras economías, aunque las presiones son significativas especialmente en años electorales), lo que contribuiría a atenuar el perfil de la deuda pública a mediano plazo, e incluso permitiría reconstruir fondos soberanos (otra de las recomendaciones del CFA que también menciona el FMI).
Por supuesto que los ítems donde se podrían generar estos ahorros deben ser seleccionados eficientemente y cuidando las prioridades para un gasto público que genere las mayores externalidades positivas posibles. Y en partidas de tamaño relevante. Candidatos hay varios. Los montos involucrados en educación superior (a pesar de que todos los expertos apuntan a la educación primaria), la optimización de ministerios y contrataciones del sector público, una cirugía mayor al gasto en salud (para mayor detalle ver los estudios de la Comisión para la Productividad al respecto), impulsar concesiones, entre otros, debieran darnos un avance importante en controlar el gasto. Demás está decir que esto también nos ahorra el dilema de perseguir una reforma tributaria cuyo foco es financiar un aumento de gasto, y nos ayudaría a enfocarnos en medidas más audaces pro-inversión y crecimiento. Aún estamos a tiempo y no olvidemos que no somos EE.UU.