Por más que la crisis energética de 2022 haya creado un nuevo pretexto para que se siga invirtiendo en combustibles fósiles, esas inversiones están perdiendo cada vez más atractivo financiero. Comunidades, pueblos, ciudades y regiones de todo el mundo están haciendo experimentos con soluciones climáticas creativas. Hay que identificar las que funcionan, movilizarles apoyo y extender su uso.
Este ha sido un año tumultuoso en muchos sentidos. A la par de un aumento de frecuencia y gravedad de perturbaciones relacionadas con el clima, la invasión rusa de Ucrania generó una crisis energética global que sigue afectando las vidas y los medios de vida de millones de personas. Después de esa sacudida, olas de calor inéditas en Europa, Asia y Norteamérica, seguidas por una inundación devastadora en Pakistán, resaltaron la urgencia de reducir nuestra dependencia de los combustibles fósiles y reformar los sistemas energéticos.
Pero felizmente, en 2022 también hubo grandes avances que ofrecen motivos de esperanza. La aprobación en Estados Unidos de la Ley para la Reducción de la Inflación (la mayor inversión en reducción de emisiones de la historia del país) es un hito. Históricamente, Estados Unidos ha sido el mayor emisor mundial de carbono, y uno de los países que muestran menos avances en los foros internacionales. Pero la nueva ley debería ponerlo en la senda hacia una importante reducción de sus emisiones, algo que facilitará un abaratamiento mundial de las fuentes de energía renovables. Muchos mercados emergentes y países en desarrollo tendrán una oportunidad de saltarse el uso de centrales de energía impulsadas por carbón.
Es verdad que la industria de los combustibles fósiles está alentando a gobiernos de África y otras partes a responder a la crisis energética con inversiones en el desarrollo del gas natural. Muchos de los nuevos proyectos previstos serían «bombas de carbono» con capacidad para emitir más de mil millones de toneladas de dióxido de carbono durante su vida operativa. Pero el movimiento climático no perdió el tiempo, y denunció estas propuestas y la «carrera» por los suministros de gas en África.
Es así que el oleoducto de crudo del este de África (EACOP) viene sufriendo un revés tras otro. Con la salida del proyecto de 22 bancos comerciales y aseguradoras, la campaña StopEACOP fue ganando impulso en los meses previos a la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP27) de noviembre, en la que hizo una defensa enérgica de su posición.
La COP27 fue un importante momento para el movimiento climático en 2022. A pesar del escaso espacio cívico para la movilización que ofreció el país anfitrión (Egipto), las organizaciones se adaptaron, usando redes y coaliciones internacionales preexistentes para promover compromisos más significativos con la descarbonización, la protección de los derechos humanos y la provisión de financiación.
Al final, de la conferencia salió un acuerdo para la creación de un fondo global separado destinado a compensar a los países vulnerables por «pérdidas y daños» relacionados con el clima. Puesto que las economías avanzadas siempre se habían negado a hablar del tema, lo sucedido es un enorme triunfo, que fue posible gracias a activistas que trabajan en la primera línea de lucha y representantes de todo el sur global. Pero el documento final de la cumbre no dice nada concreto respecto de la necesidad de abandonar el uso de combustibles fósiles.
Por último, otros hechos positivos en relación con la política para el clima sucedidos en 2022 incluyen el lanzamiento de «alianzas para una transición energética justa» en Indonesia, Sudáfrica y Vietnam. Con una adecuada implementación, estas alianzas (cuyo objetivo es ayudar a los países a saltarse la fase del uso de combustibles fósiles) pueden revolucionar la transición mundial a las fuentes de energía renovables.
Además, en 2022 la comunidad internacional dio otros pasos para la protección de la naturaleza. Ya cerca del final del año, los gobiernos reunidos en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre la Diversidad Biológica (COP15) aprobaron el Marco de Kunming‑Montreal para la Biodiversidad Global Post‑2020, un documento que muchos observadores comparan con el histórico Acuerdo de París (2015) sobre el clima. El marco, que fija el compromiso de llegar a 2030 con el 30% de todas las áreas marítimas y terrestres protegido, abre un nuevo capítulo tras el fracaso colectivo en el cumplimiento de las metas de biodiversidad de Aichi para 2020.
Los gobiernos y otras partes interesadas reconocen por fin el vínculo indisoluble entre el cambio climático y la pérdida de biodiversidad. Las selvas y los manglares no son sólo el hábitat de millones de especies; también son cruciales para frenar el ritmo del calentamiento global, ya que absorben y almacenan cantidades inmensas de CO2. La ciencia ha demostrado que la conservación, la restauración de ecosistemas y una mejor gestión de las áreas naturales pueden aportar más de un tercio de la reducción de emisiones que necesitamos de aquí a 2030. Y en particular, no hay manera de mantener el incremento mundial de temperaturas dentro del límite de 1,5 °C sin revertir la degradación de la naturaleza.
El acuerdo alcanzado en la COP15 también reconoce en forma explícita el papel central de los pueblos indígenas para la protección de la naturaleza, y exhorta a los países ricos a movilizar 30.000 millones de dólares al año para financiar proyectos de biodiversidad en los países en desarrollo, con plazo en 2030.
Pero fijar metas es sólo el primer paso. También hay que acelerar al máximo los esfuerzos por restaurar la biodiversidad y detener el calentamiento global. Eso implica no bajar la guardia ante los intentos de intereses creados que buscan detener el progreso, y rechazar falsas soluciones, como la compensación de emisiones, la energía nuclear y la fractura hidráulica (fracking). La restauración de la naturaleza no puede hacerse a costa de las comunidades locales. Para crear y mantener una relación más sana con el medioambiente, debemos hallar inspiración en los pueblos indígenas.
Fuera de las conferencias de la ONU y de las salas de junta corporativas, una revolución silenciosa está cobrando impulso. Quienes demandan más financiación para los sistemas locales de energía renovable han comenzado a superar viejas barreras y se niegan a dejarse marginar. Están forjando un nuevo consenso y poniendo en claro que la justicia climática no es negociable.
Considero que esta revolución silenciosa es uno de los hechos más estimulantes de la última década. Un aspecto permanente de la formulación de políticas, y de la naturaleza misma, es la alternancia cíclica de avances y retrocesos. Pero la respuesta correcta a las caídas inevitables no es desesperar, sino tener esperanza en el próximo repunte. Por más que la crisis energética de 2022 haya creado un nuevo pretexto para los partidarios de que se siga invirtiendo en combustibles fósiles, esas inversiones están perdiendo cada vez más atractivo financiero frente al abaratamiento de las fuentes renovables.
Comunidades, pueblos, ciudades y regiones de todo el mundo están haciendo experimentos con soluciones climáticas creativas. Hay que identificar las que funcionan, movilizarles apoyo y extender su uso. Así iniciaremos la próxima y decisiva fase de la larga lucha contra el cambio climático y la destrucción del medioambiente.