Los costos no monetarios de la inflación nos golpean duramente justo después de la pandemia del COVID-19. ¿Cómo afectará un invierno económicamente duro a los jóvenes? Ante nuestros ojos se está moldeando una generación ansiosa.
Hasta este año, la inflación en las economías avanzadas como Estados Unidos y el Reino Unido había sido tan baja durante tanto tiempo que solo las personas de mediana edad se acuerdan de cómo fue vivir durante los aumentos de precios de la década de 1970. No fue nada bueno. La inflación de precios anual para los consumidores estadounidenses alcanzó un máximo del 13,5 % en 1980, y en el Reino Unido llegó al 24,2 % en 1975, luego cayó y volvió a aumentar en 1980 hasta el 18 %.
Pero los índices no reflejan los efectos que tiene la alta inflación. Tampoco lo hace la evaluación económica razonada de sus costos (incluidas las distorsiones debidas a la interacción de los aumentos de precios con los sistemas tributarios, la erosión de los ahorros de los hogares, y el efecto de la incertidumbre resultante sobre la inversión y el crecimiento).
Los economistas señalan que los aumentos de la tasa de inflación tienen un efecto redistributivo porque perjudican a los ahorristas pero benefician a los prestatarios, ya que reducen la carga de sus deudas en términos reales. Pero poco conforta eso a quienes tienen grandes hipotecas y en los tiempos recientes enfrentaron mayores tasas de interés —y, con ello, una mayor presión sobre su ingreso disponible.
Este efecto redistributivo hace que las medidas antiinflacionarias se conviertan inevitablemente en una cuestión política. En este caso el Banco de Inglaterra (BoE) parece incapaz de percibir la situación y solicitó en reiteradas ocasiones a la gente que no reclame aumentos salariales acordes con la inflación. La mediana del ingreso anual disponible para los hogares del RU es de aproximadamente £31 000 ($37 305) en un momento en que se prevé que el costo de la electricidad aumentará a más de £4000 al año desde enero (era de £1400 en octubre de 2021) y los precios de los alimentos aumentaron casi el 10 % en los últimos 12 meses.
El temor del BoE a una espiral de precios y salarios es racional, pero las evaluaciones económicas racionales no consideran las consecuencias emocionales de la alta inflación. Esto se entiende más fácilmente en el caso de la hiperinflación. Hay amplio consenso en que causó inestabilidad social en Alemania en la década de 1920 y que su impacto sobre las políticas económicas de ese país continúa en la actualidad.
Pero incluso los episodios inflacionarios menos intensos, como los de la década de 1970, dejan cicatrices emocionales. Por entonces yo era una adolescente y recuerdo vívidamente la ansiedad palpable de mi madre porque no sabía si sería capaz de pagar los alimentos cada semana. Tenía una alacena donde almacenaba latas o alimentos secos de oferta, una suerte de caja de ahorros para alimentar a la familia. En mi casa, incluso hoy, tengo una alacena similar (y heredé su obsesión por apagar las luces y mantener el termostato en temperaturas bajas). Esos hábitos le servirán a mi familia en 2022 y 2023, pero son previos a la crisis actual y reflejan la marca que me dejaron los miedos de mi madre.
La inflación dista mucho de la experiencia reciente. La gente creyó que era más probable que los precios de los productos de uso diario —como la ropa, los alimentos, los electrodomésticos y artículos de bazar— cayeran en vez de aumentar, una sensación tal vez más notable que los aumentos de precios de los servicios como el transporte y los seguros. Actualmente, sin embargo, los datos muestran un aumento de la demanda en los bancos de alimentos tanto en EE. UU. como en el Reino Unido, y un mayor uso del efectivo debido a que la gente es más cuidadosa con sus presupuestos. Dejemos de lado si esto indica que la economía entró en recesión, pocas emociones son más fuertes que el miedo y la angustia que sienten los padres ante la posibilidad de no ser capaces de alimentar y brindar un techo a sus hijos.
Este costo no monetario del aumento de la inflación nos golpea duramente justo después de una experiencia diferente, pero igualmente desgarradora, la pandemia de COVID-19. ¿Cómo afectará un invierno económicamente duro a los jóvenes que ya pasaron casi dos años separados de sus pares por los confinamientos y cuya educación se vio trastocada? Ante nuestros ojos se está moldeando una generación ansiosa.
Reconocer los costos emocionales de la inflación actual nos lleva a dos conclusiones. Una es que la respuesta política es más difícil —y más importante— que los aciertos económicos. Aunque los consejos de los economistas ciertamente serán importantes para limitar este episodio inflacionario, es apoyo lo que tenemos que brindar. Los políticos pueden preferir sensatamente medidas (como la asistencia fiscal a los hogares en dificultades —que genera presiones presupuestarias— o intervenir mediante la fijación de precios) que la ortodoxia económica descartaría.
La eficiencia económica no es prioritaria en una crisis. Por eso los ministerios de economía cautos debieran planificar esquemas de racionamiento para ciertos productos energéticos y alimenticios por si llegan a ser necesarios (como ocurrió con la gasolina en EE. UU. y el Reino Unido a mediados de la década de 1970).
La otra conclusión es que probablemente este período tendrá importantes consecuencias sociales. Desde fines de mediados de la década de 1980, Occidente experimentó casi cuatro décadas de globalización basadas en una filosofía política que enfatizó la fuerzas de mercado y distinguió estrictamente entre el Estado y la economía.
Los términos según los cuales la sociedad brinda su consentimiento a las empresas están cambiando de manera fundamental debido a la crisis financiera mundial de 2008, la pandemia y ahora la crisis del costo de vida. Pareciera que la mayoría de los políticos todavía no reconocieron ni articularon esto, pero la idea de que la rentabilidad mundial ilimitada, las bonificaciones para quienes tienen altos salarios y la recompra de acciones pueden continuar pronto chocará contra la realidad. La única pregunta es cuál será la forma que adoptará la transición hacia el nuevo consenso.