Edoardo Campanella
abr 22, 2021

"El capital social también desempeñó un papel esencial a la hora de impulsar a las economías durante meses de confinamiento y trabajo remoto".

MILÁN– La pandemia del COVID-19 ha afectado el stock de capital físico y humano. Las empresas han pospuesto o cancelado los proyectos de inversión, y las habilidades de los trabajadores despedidos o cesanteados se han deteriorado. La crisis, sin embargo, ha impulsado la variable muchas veces ignorada del capital social, elevando su rol como una fuente clave de crecimiento económico.

Popularizado en los años 1990 por el politólogo de la Universidad de Harvard Robert Putnam, el capital social se refiere a “las características de las organizaciones sociales, como las redes, las normas y la confianza que facilitan la acción y la cooperación en beneficio mutuo”. Se trata de un concepto un tanto nebuloso que comprende los valores compartidos, las convenciones conductuales y las fuentes de confianza mutua e identidad común que permiten que una sociedad funcione. Cuanto más capital social tenga un grupo, mayor su voluntad y su capacidad para actuar de manera colectiva en búsqueda de objetivos valiosos.

En otras palabras, el capital social es la goma que aglutina a las comunidades y a las naciones. En las condiciones correctas, las interacciones sociales repetidas y mutuamente beneficiosas conducen a un crecimiento económico más rápido, a mejores resultados sanitarios y a una mayor estabilidad.

En el caso de la pandemia, el capital social ofreció la primera línea de defensa contra el virus cuando todavía no había vacunas y tratamientos médicos efectivos. En este sentido, los individuos que tomaron medidas para prevenir el contagio ofrecieron un bien público. Cada acto consciente destinado a reducir la exposición al virus redujo la probabilidad de infección para el resto de la comunidad. En la jerga de los economistas, quienes redujeron su morbilidad y sus interacciones sociales internalizaron una externalidad negativa que, de otra manera, le habrían impuesto a la sociedad.

Un sentimiento de apego a un grupo mayor induce a la gente a tolerar los altos costos individuales de los comportamientos cautelosos. Un cuerpo importante y cada vez más voluminoso de investigación académica ha demostrado que el distanciamiento social espontáneo es más probable en lugares con culturas cívicas mejor desarrolladas. Por ejemplo, una comparación entre países europeos determinó que “un aumento de la desviación estándar en capital social condujo a entre el 14% y el 40% menos de casos de COVID-19 per capita acumulados desde mediados de marzo hasta fines de junio de 2020, así como entre el 7% y el 16% menos de muertes adicionales”.

Asimismo, los lugares con un alto capital social tienden a ser más vibrantes desde un punto de vista económico y a tener mayor conciencia cívica que los lugares donde la gente está aislada. No sorprende entonces que, en las primeras etapas de la pandemia, el virus se propagara más rápidamente en ciudades densamente pobladas como París, Nueva York, Londres y Milán, porque nadie era consciente de lo que se venía. Pero tan pronto como la necesidad de cambios conductuales se volvió evidente, los habitantes de zonas de mayor conciencia cívica adoptaron medidas de distanciamiento social inclusive antes de que se impusieron restricciones formales, y respondieron mucho mejor a las subsiguientes directivas estatales.

El capital social también desempeñó un papel esencial a la hora de impulsar a las economías durante meses de confinamiento y trabajo remoto. Si bien las tecnologías digitales ayudaron a la gente a mantenerse conectada, fue el capital social lo que mantuvo vivas esas conexiones. Los empleados que trabajaban desde casa siguieron siendo productivos porque habían generado una sensación de confianza recíproca, identidad compartida y propósito común con sus colegas. Y, sobre esa base, muchos pudieron desarrollar relaciones laborales (digitales) absolutamente nuevas.

En la mayoría de los casos, las empresas terminaron expandiendo su capital social interno durante la pandemia. Al haber perdido su capacidad de controlar a sus empleados de manera directa, terminaron empoderándolos. Con más flexibilidad para manejar su tiempo y vida fuera del trabajo, muchos empleados pudieron asumir aún más responsabilidades y ofrecer una producción de mayor calidad. Según una encuesta entre países realizada por el Boston Consulting Group, el 75% de los participantes mantuvo o mejoró su productividad a pesar de las restricciones de la pandemia.

En el entorno laboral híbrido de hoy, el capital social es claramente uno de los factores más importantes detrás de esos resultados. A diferencia de su contraparte física (fábricas, equipos y demás), el capital social no se deteriora con el uso –todo lo contrario-. Pero al igual que cualquier otra forma de capital, hay que mantenerlo y mejorarlo, y esto será especialmente así en la fase post-pandemia.

En circunstancias normales, nuestras conexiones y relaciones evolucionan y se expanden con el tiempo. Sin embargo, sin medidas apropiadas para reactivar y reabrir las redes sociales, meses de confinamiento y restricciones podrían extenuar algunas relaciones o resultar en segregación grupal. Debido a lo que Putnam llama “capital social vinculante”, la gente podría volverse muy apegada a un grupo específico y terminar sucumbiendo al sectarismo o al tribalismo. Por cierto, el populismo y el nacionalismo son formas degeneradas de capital social, y han resurgido en algunos lugares durante la pandemia.

Los gobiernos y las corporaciones deberían entonces intentar construir más “capital social de puente” apalancándose en la sensación de responsabilidad, solidaridad y altruismo desarrollada durante la crisis del COVID-19. Esta forma de capital social vincula a la gente en diferentes grupos y será necesaria para prevenir la próxima pandemia y combatir el cambio climático. Pero la conciencia cívica por sí sola no será suficiente. Habrá que convencer a los individuos de internalizar las externalidades negativas de sus acciones.

Con ese objetivo en mente, los gobiernos deberían extender más autonomía a los ciudadanos, volviéndose menos controladores y reguladores y más catalizadores y facilitadores. Y las empresas, por su parte, deberían buscar maneras de fomentar una cultura de confianza recíproca, invertir más en la transición digital y explorar nuevas maneras de organizar el trabajo.

Visto en estos términos, el COVID-19 podría dejar un legado positivo: una base más firme de capital social para apuntalar la responsabilidad y el altruismo que el mundo necesitará para enfrentar los desafíos por delante.


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