"Si bien son notables, estas alzas de precios no anuncian un retorno a las tasas de inflación de dos dígitos que se vivieron en la década de 1970".
CAMBRIDGE– Hoy la inflación ocupa las primeras planas de los periódicos de todo el mundo, y con razón. Los precios de más y más bienes y servicios están aumentando de una manera no vista en décadas. Este pico inflacionario, junto con la escasez de la oferta, sea esta real o temida, está generando ansiedad en consumidores y productores. También en un asunto político candente, ya que amenaza con agravar la desigualdad y descarrilar la muy necesaria recuperación económica sustentable e inclusiva tras la pandemia de COVID-19.
Por su parte, las autoridades de los bancos centrales del Reino Unido y Estados Unidos han comenzado a alejarse de la narrativa de una inflación “transitoria”. (La transición cognitiva del Banco Central Europeo es menos pronunciada, lo que tiene sentido dado que la dinámica inflacionaria allí es menos drástica). Pero está lejos de llegar a su punto álgido, y menos aún con la velocidad deseada, en particular en la Reserva Federal estadounidense, la institución monetaria mundial más poderosa y sistémicamente importante. Tampoco ayudan mucho las demoras del Congreso en aprobar medidas para aumentar la productividad y mejorar la participación de la fuerza de trabajo.
Las razones para el aumento de la inflación son bien conocidas. La boyante demanda está encontrando una oferta inadecuada, resultado de las alteraciones del transporte y las cadenas de suministro, la escasez de trabajadores y las restricciones de energía.
Si bien son notables, estas alzas de precios no anuncian un retorno a las tasas de inflación de dos dígitos que se vivieron en la década de 1970. La fijación rígida de precios es más bien rara en estos tiempos. Las condiciones iniciales en torno a la formación de expectativas inflacionarias son mucho menos inestables. Y la credibilidad de los bancos centrales es mucho mayor, aunque hoy está enfrentando su prueba más severa en décadas.
Con todo, la inflación será mucho más pronunciada de lo que pensaban los funcionarios de la Fed cuando una y otra vez descartaron las crecientes presiones sobre los precios como un fenómeno transitorio. Incluso hoy sus estimaciones de inflación subestiman lo que tenemos por delante, a pesar de haber sido revisadas al alza ya varias veces.
Las expectativas inflacionarias basadas en encuestas compiladas por la Reserva Federal de Nueva York han subido más de un 4% en el horizonte temporal a uno y tres años plazo. Se están ampliando los efectos colaterales de las tendencias de inflación sobre los costes. Las tasas de abandono entre los trabajadores estadounidenses están en máximos históricos, ya que los empleados se sienten más cómodos renunciando a sus trabajos para buscar otros mejor pagados o un mejor equilibrio entre trabajo y vida. Se habla más de huelgas laborales. Y todo esto se ve exacerbado por los consumidores y empresas que buscar suplir su demanda futura, principalmente en respuesta a inquietudes sobre la escasez de productos y el aumento de los precios.
El actual brote inflacionario es parte de un cambio estructural general en el paradigma macroeconómico global. Hemos pasado de una situación de demanda agregada deficiente a una en que la demanda está bien, en términos generales. Notablemente, las ventas al por menor en EE.UU. aumentaron en un 13,9% interanual en septiembre, cifra mayor a la esperada, lo que indica que todavía hay muchos espacios de gasto disponibles para que el poder de compra se traduzca en demanda efectiva.
Por supuesto, con esto no quiero decir que no haya problemas de composición de la demanda que se deben abordar. La desigualdad sigue siendo una urgente preocupación, no solo de ingreso y riqueza sino también de oportunidades.
Una inflación más alta y persistente subraya esas preocupaciones, ya que sus implicancias son multifacéticas: económicas, financieras, institucionales, políticas y sociales. Sus efectos serán cada vez menos uniformes y afectarán a los pobres con particular dureza. En términos globales, las consecuencias del aumento inflacionario amenazan con golpear algunos países en desarrollo de bajos ingresos, sacándolos de un camino secular de convergencia económica.
Todo esto hace que sea todavía más importante que la Fed y el Congreso actúen con presteza para asegurarse de que la actual fase inflacionaria no acabe innecesariamente socavando el crecimiento económico, aumentando la desigualdad y alimentando la inestabilidad financiera. Se necesita una marcada reducción del estímulo monetario, que todavía funciona en modo de emergencia extrema, a pesar de lo desafortunado de los plazos que rigen el nuevo marco de políticas de la Fed. Y los legisladores estadounidenses pueden ayudar si dinamizan las iniciativas que mejoren la oferta, tanto de capital como de mano de obra, que estén plenamente a su alcance, es decir, aprobar medidas de modernización de infraestructura, fomento de la productividad y aumento de la participación de la fuerza laboral.
Las autoridades también deberían fortalecer la regulación y supervisión cautelares del sector financiero, en especial el sistema no bancario. Y, dadas las mayores presiones sobre los márgenes de utilidades corporativos y la capacidad superior de las grandes empresas de hacerse camino por entre las disrupciones de la oferta, tendrán que estar muy atentas a la concentración de firmas.
Es una buena noticia el que, tras malinterpretar inicialmente la dinámica de la inflación estadounidense, hoy comience a haber más funcionarios de la Fed que estén entendiendo mejor la situación. La Fed misma haría bien en ponerse al día más rápido. De lo contrario, terminará en el medio de una búsqueda de culpables que no haría más que erosionar la credibilidad pública y socavar su reputación política.
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