"Un primer factor, aunque menor, pasa por el grado de sorpresa. Para el ciclo actual el terreno parece algo más preparado que en el episodio de 2013".
Previsiblemente la Reserva Federal de Estados Unidos ha empezado a debatir el inicio del retiro de los masivos estímulos monetarios que implementó durante 2020 para atenuar los efectos de la crisis generada por el Covid-19. Como consecuencia, no hay instancia de análisis económico, ni comité de inversiones, en que falte la pregunta sobre las consecuencias para nuestros países y el resto del mundo de ese denominado “tapering”.
La inquietud es comprensible porque aún están muy presentes en la memoria e incluso en la realidad de muchos agentes económicos las consecuencias traumáticas del anuncio del inicio de normalización monetaria realizado por Ben Bernanke en 2013. El 22 de mayo de aquel año el entonces presidente de la Fed dio un decisivo discurso ante el Congreso en el que planteaba la posibilidad de reducir el tercer relajamiento cuantitativo (Quantitative Easing o QE3 por sus siglas en inglés), con menores compras de bonos del tesoro y otros instrumentos. Aunque previamente ya había algunas señales del comienzo del retiro de aquellos estímulos, el anuncio sorprendió a una parte importante del mercado, representó “el principio del fin” del viento favor para los emergentes, y catalizó varios ajustes financieros que se extendieron por años.
Por un lado, subió el costo de financiamiento para nuestros países con mayores tasas en EE.UU. y alzas en los spreads soberanos. Por otro lado, significó la transición desde una fase de dólar globalmente débil que -salvo por la pausa de la gran crisis financiera- venía desde 2002, a una etapa de fortalecimiento mundial frente al euro, otras paridades principales y, sobre todo el yuan. Aunque con vaivenes, esta fortaleza de la divisa estadounidense prevaleció desde 2013 a 2020 y puso término al superciclo de commodities. Para América Latina, todo esto se reflejó en “una década perdida” para el crecimiento y los precios de sus activos, lo cual justifica las preocupaciones actuales sobre la repetición de esas consecuencias.
Sin embargo, dicho proceso no necesariamente es extrapolable a la situación actual. De hecho, basta ir al ajuste inmediatamente previo de la Fed, el que se materializó en la primera década del siglo, para descartar esos supuestos inexorables impactos. En aquel ajuste la Fed fue subiendo la tasa de interés desde 1% en 2004 hasta 5,25% en 2006, en un contexto de elevado crecimiento mundial, dólar relativamente estable y altísimos precios de commodities. Todas estas variables resistieron aquella normalización monetaria y las economías desarrolladas y emergentes tuvieron un quinquenio dorado hasta que irrumpió la crisis financiera.
¿Dónde estuvieron las diferencias entre un ajuste y otro? ¿Cuál esperar ahora?
Un primer factor, aunque menor, pasa por el grado de sorpresa. Para el ciclo actual el terreno parece algo más preparado que en el episodio de 2013.
Por un lado, este propio antecedente representa cierto aprendizaje para las autoridades, los inversores y los agentes económicos en general. Por otro lado, la Fed lo viene insinuando hace meses y ha esbozado una posible secuencia del proceso. Éste contempla una etapa de debate interno entre sus gobernadores durante este semestre, la reducción de compra de bonos posiblemente desde inicios de 2022 y una guía para los aumentos subsiguientes de la tasa referencial. Con todos estos avisos, la sorpresa sería menor.
Una segunda gran diferencia es China. Las consecuencias del tapering fueron negativas en la última década porque se combinaron con las complicaciones propias del gigante asiático, sobre todo en 2015-16, agravadas luego por “la guerra comercial” de Trump.
China había salido de la gran recesión mundial y crisis financiera de 2008-09 con políticas de demanda fuertemente expansivas que le incubaron desequilibrios desnudados por el ajuste de la Fed. Fue así como tuvo su mini crisis hacia mediados de la década cuando el retiro del gobierno chino de los mega estímulos fiscales, monetarios y crediticios, combinado con sus problemas de rotación desde la demanda externa a la interna, indujeron expectativas de devaluación del yuan, grandes salidas de capitales y la pérdida del 25% de sus reservas internacionales. En contraste, esta crisis la abordó con menos expansión de demanda, centrada en controlar el virus y concretar algunas políticas de oferta, sin acumular aparentemente grandes desequilibrios macro.
Un tercer factor es la madurez del ciclo global. Es cierto que no hay una duración predefinida de los ciclos mundiales como sugerían Juglar en el siglo XIX y Kondrátiev en el XX. Sin embargo, desde algunos indicadores tienden a descartar que ya estemos en una fase madura del nuevo ciclo global que habría empezado en 2020.
Estados Unidos está lejos del pleno empleo y si bien la inflación se aceleró, parece por ahora más por aumentos y normalizaciones puntuales de precios, que por factores más persistentes, considerando que los costos laborales unitarios están muy contenidos y las expectativas inflacionarias de largo plazo muy ancladas. No hemos tenido, tampoco, el clásico largo ciclo de baja volatilidad accionaria que -por subestimación de riesgos- suele preceder las grandes crisis. Ni aún estamos cerca el certero presagio recesivo de una curva de rendimiento invertida, con la tasa de interés corta sobre la larga en EE.UU.
En definitiva, escucharemos más del “lobo de la Fed” y lo empezaremos ver “actuar”, pero quizás sus consecuencias se parezcan más a las observadas en 2003-07, antes que el ciclo madure, la tasa de interés cruce un umbral realmente restrictivo, e irrumpa un desenlace abrupto.
*Columna originalmente publicada en El País de Uruguay el lunes 6 de septiembre.